martes, 19 de abril de 2016

Artículos, 6. Prólogo, VI




ARTÍCULOS, 6

Por David Martínez Romero



Giorgio DE CHIRICO, La lasitud de Orfeo 



Prólogo


VI


    Más arriba, no dudé en relacionar el desarrollo tecnológico (concretado, simbolizado y por demás vulgarizado en Silicon Valley), con la necesidad de los Estados Unidos por mantener y proteger su primacía militar en un marco de fuertes tensiones internacionales. Internet era buena prueba de ello. En mi época de estudiante de Periodismo, escuché, estudié y memoricé que Internet surgió de un experimento procedente del Departamento de Defensa de los Estados Unidos para impedir que sus comunicaciones se vieran impedidas en caso de un ataque nuclear, y de ese modo poder responder al ataque. Nunca lo he dudado, pero cuando hace unos pocos meses descubrí que había quien aseguraba que esto era un mito… pues entonces empecé a dudarlo. Ese alguien no era sino Andreu Veà, el llamado the Internet biographer, por haber dedicado 20 años de su vida a investigar los orígenes de Internet, a lo largo de los cuales se ha pacientemente dedicado a entrevistar a más de 800 personas directamente implicadas en la creación de la red de redes, aplicando una metodología que haría suspirar a más de un periodista, para posteriormente redactar durante cinco años un libro que también permite escuchar a los entrevistados principales (valga la palabra: activadores del principio, como tales sólo 320), y cuyo objetivo fundacional consiste en contrarrestar los mitos brotados en torno al surgimiento de la misma Internet a través de la cual seguramente estarás leyendo, comprometido lector, este texto. Al comienzo de aquel libro, puede leerse lo siguiente: “MITO 1: «Internet fue creado por los militares para resistir una guerra nuclear y conseguir que la infraestructura de la red no afectada siguiera funcionado»”. E inmediatamente: “Larry Roberts (arquitecto de ARPAnet) en su entrevista personal nos indica claramente que: «Esto es totalmente falso».” Para continuar con un detalle de la entrevista a Bob Taylor, antiguo director de la oficina IPTO de ARPA, responsable de haber incorporado a Larry Roberts en el proyecto, quien cuenta una historia muy, pero que muy significativa en referencia a esta cuestión: “Hace unos años, la revista Time publicó dos artículos, con más o menos un año de diferencia entre los dos, que afirmaban que el origen de ARPAnet fue poder sobrevivir a un ataque nuclear. (…) Les escribí una carta donde les informé de que ARPAnet no fue construida con fines militares. (…) ¿Cómo sé esto? Porque yo soy la persona que tomó esta decisión: construir ARPAnet. No publicaron mi carta en la revista Time. Me contestaron para agradecerme el envío de la carta y asegurarme que sus fuentes eran correctas. Sus fuentes vinieron de muchos otros libros y artículos, todos equivocados sobre este punto…”[1]

    El autor de esta historia de Internet contada por sus protagonistas ha tenido oportunidad de leer lo hasta aquí escrito y comentarlo amablemente conmigo, y le agradezco esta amable haberme hecho despertar de mi propio letargo, tras años de estudiar filosofía y reflexionar sobre la esencia de la verdad, la distinción entre verdad y certeza, el peligro de las convicciones y el funesto imperio de los prejuicios. Como si por haber hecho todo eso, o haberme creído que lo había hecho, me hubiera llegado a sentir libre de caer en el error y aún más de recaer inconscientemente en la mera opinión. Pero bien equivocado estaba. Y no porque el alcance de mi equivocación resultase por demás escandaloso, sino porque la fuerza y el poder de los prejuicios, la terquedad de las convicciones, la solidez de esa opinión tan aparentemente fútil y el peso del error como tal, consisten precisamente en esto, en que no lo sabemos, en que no somos conscientes de ello, y tanto más convencidos estamos de esta cosa o de aquella cuanto menos dueños somos del saber que nos permite atender a la negación de lo que sabemos. Quede dicho esto, a sabiendas de que difícilmente podemos llegar a adueñarnos de tal saber, sino más bien de vivirlo, experimentarlo, o tal vez permitir que sea él quien se adueñe de nosotros. Se hace pues preciso poner sistemáticamente en duda todo lo aprendido, todo lo leído, y especialmente todo lo visto/oído en los medios de comunicación. Pero claro, esto habría de conducir, para empezar, a un insoportable cuestionamiento incesante de todo lo que sabemos, o damos por sabido, eso consabido que Hegel tanto despreciaba —y con razón—, y en consecuencia abocarnos a un escepticismo absoluto que nos dejaría inermes, inasequibles al desaliento, paralizados y sumidos en una epagogé inútil y sin objeto, solamente desasosegante y fuente de más desasosiego, como la cocaína. Así pues, la razón militar no fue el motivo de la creación de Internet, o quizá tanto lo era, que ya ni siquiera hacía falta constatarlo, o acaso la complejidad de cada situación histórica, no digamos ya si históricamente relevante, se compone de tantos factores, funciones, hechos y detalles que a la postre resultan inabarcables, y todo el trasunto de certeza, conocimiento, saber, ciencia, verdad… queda alegremente evaporado en ese imponerse de la opinión pública respecto a lo que es verdad y lo que no, para así movernos en la certeza subjetiva de cada creencia hasta llegar a la discusión más grosera y acrítica contra quien se nos opone, seguramente movido a su vez por su propia certeza en relación a una verdad igualmente inyectada desde el turbio éter de la public opinion. Y esto me dio, me ha dado, me sigue dando que pensar. Me dio que pensar respecto a mi propia capacidad para poner en tela de juicio lo por mí aprendido y dado por sabido. Me dio que pensar respecto a los elementos a mi alcance para poner en tela de juicio lo por mí aprendido y dado por sabido. Me dio que pensar respecto a mi conocimiento del conocimiento, o de la naturaleza del saber. Me dio que pensar respecto a todas las vanidades que sistemáticamente había ido elaborando yo solito (o que mi yo se había ido elaborando él solito) en torno al pensamiento, la filosofía, la ciencia, la historia, el periodismo, la razones que hacían de un texto merecedor de ser escrito… Me dio que pensar, en fin, respecto al pensar mismo. Y es que a medida que uno va dedicando más y más esfuerzo al estudio, la reflexión, la investigación, sea también el caso del reflexivo estudio sobre el sentido de la investigación en sí misma, lo cierto, o desde luego ha resultado ser cierto en mi caso, es que también van creciendo las vanidades, las soberbias, los orgullos y en definitiva los prejuicios que de hecho impiden el acceso a la cosa misma. He citado, y seguiré citando, la Fenomenología del espíritu. Prudentemente asido a su prólogo (más tarde lo haré con la introducción, así como los respectivos prólogos e introducciones a otros tantos textos de Hegel[2]), he aportado diversas citas a mi naciente discurso, y mientras lo hacía recordaba tratando de interiorizar el contenido de esta obra, y en general de todo aquello que he logrado asumir de sus obras y de las de otros pensadores. Pero… ¿he logrado realmente asumir algo? ¿He realizado, en verdad, a solas y en silencio, el esfuerzo necesario para dejarme llenar por todo aquello que tanto he estudiado y que tanto seguiré estudiando? ¿He hecho la experiencia de aquello que se guarda celosamente en el interior de esas obras pero que, sin embargo, se da también en el exterior de este pensamiento que me envuelve y al cual pertenezco? ¿Ha servido todo esto para algo? Y al cabo, ¿se trataba de que me sirviera para algo, de la utilidad que todo ello me haya reportado y que a la postre pueda contabilizar en forma de actuaciones, de decisiones, de escritos propios, como por ejemplo, de artículos? ¿No es esto, pues, lo lógico: que tanto leer y pensar y darle vueltas a las vueltas me proporcionase alguna utilidad plausible, medible, contabilizable, tangible? Quién sabe; creo que antes de responder a estas preguntas, hay otra pregunta previa que sería necesario responder: ¿qué es lo útil, qué lo lógico? De nuevo, acude en mi ayuda la referencia a un texto del propio Hegel al respecto:

    La utilidad de la lógica atañe a la relación con el sujeto en tanto que éste se procura una cierta formación para otros fines. La formación del sujeto mediante la lógica consiste en ejercitarse en pensar, porque esta ciencia es pensar del pensar, y en ir teniendo pensamientos en la cabeza también en tanto que pensamientos. Sin embargo, por cuanto lo lógico es la forma absoluta de la verdad y, más que esto aún, es la misma verdad pura, lo lógico es algo completamente distinto de lo simplemente útil. Pero, como sea que lo más excelente, lo más libre y autosuficiente es también lo más útil, se puede también entender así lo lógico. Pero entonces su utilidad [para el individuo humano] se ha de encarar de manera distinta a la mera ejercitación formal del pensar.[3]

    Todo este trabajo no tiene en realidad ningún objeto si de lo que se trata es de simplemente demostrar un objetivo. Y no porque no pueda demostrarse, sino porque no lo tiene, o mejor porque el punto de partida es un punto (¿el ser?) en el que las palabras «objetivo» y «subjetivo» ya se han visto superadas. Pero esta superación no significa de nuevo absolutamente nada si no se pone a prueba a sí misma, o mejor, digamos, si no se ejercita en todo momento, si no regresa y se sabe regresada al largo recorrido del espíritu de la humanidad, o a la fundamentación lógica del sentido de la historia, de la cultura, de la historia de la cultura y de la cultura de la historia. Y así restallan las palabras cual látigos en un carromato como aquel que, conducido por recias yeguas, llevase a Parménides por la senda de la verdad, que no admite error, frente al muy sobradamente frecuentado camino de la opinión, que es cosa de mortales, y desde luego no es la cosa misma. Y así descubro, compruebo y me demuestro que no por mucho ni por muy poco hablar de esto y de lo otro, que no por citar, ni acompañarme de grandes nombres ni de grandes palabras ni de grandes intenciones (por lo demás, éstas, ya bien puestas en cuarentena por aquella desconfianza de Nietzsche frente a la por él llamada plebeya ambición de tener sentimientos generosos, y además hacer ostentación de ésta), quedan satisfechas las intenciones ni el significado de las palabras, ni respetados los nombres, ni honradas las citas, ni justificados o expuestos ni esto, ni lo otro. Hay demasiada baratija en el intercambio intelectual de nuestra época. Quizá es por falta de interés hacia la cosa misma; tal vez se deba a un puro desconocimiento, o acaso represente un signo de los tiempos el simple no saber de lo que se habla, y encima abanderarse uno de este no saber como camisa nueva frente al sol luciente.

    Justamente pensar que yo sí lo sepa… por el solo hecho de ser capaz de poner en juego las palabras hasta aquí presentadas: ésta es mi máxima seducción y el más mortal de mis pecados, y creo que si algo significa ser un hombre de experiencia eso es precisamente el saber no precipitarse en el anhelado hallazgo de resultados, de máximas concluyentes, de titulares. Todo lo que se satisface yendo a desembocar en una apariencia cualquiera, y persistiendo en ella, ignora el sentido de la apariencia misma, pierde de vista aquello que se presenta junto a su aparición, y ni siquiera barrunta la ausencia de lo que también allí mismo se oculta.







[1] Andreu VEÀ, Cómo creamos Internet, RedIRIS (red.es), 2013.

[2] Con frecuencia, y aun es mi caso, se critica la sola lectura, cuando se da, de los prólogos e introducciones de las obras de Hegel, sin duda echando en falta una auténtica inmersión en el trabajo denso del concepto; pero lo cierto es que, en todo caso, cada vez considero más disculpable en general el desconocimiento de la obra interna de Hegel, pero no de sus introducciones y prólogos, sin el haber de los cuales niego tajantemente y en absoluto la posibilidad de poseer el rango de una cultura elevada.

[3] G.W.F. HEGEL, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Filosofía y pensamiento, Alianza Editorial, Madrid, 2010, edición, introducción y notas de Ramón Valls Plana.







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