ARTÍCULOS, 6
Por David Martínez Romero
Giorgio DE CHIRICO, La lasitud de Orfeo |
Prólogo
VI
Más arriba, no dudé en relacionar el
desarrollo tecnológico (concretado, simbolizado y por demás vulgarizado en Silicon Valley), con la necesidad de los
Estados Unidos por mantener y proteger su primacía militar en un marco de
fuertes tensiones internacionales. Internet era buena prueba de ello. En mi
época de estudiante de Periodismo, escuché, estudié y memoricé que Internet
surgió de un experimento procedente del Departamento de Defensa de los Estados
Unidos para impedir que sus comunicaciones se vieran impedidas en caso de un
ataque nuclear, y de ese modo poder responder al ataque. Nunca lo he dudado,
pero cuando hace unos pocos meses descubrí que había quien aseguraba que esto
era un mito… pues entonces empecé a dudarlo. Ese alguien no era sino Andreu Veà,
el llamado the Internet biographer, por
haber dedicado 20 años de su vida a investigar los orígenes de Internet, a lo
largo de los cuales se ha pacientemente dedicado a entrevistar a más de 800
personas directamente implicadas en la creación de la red de redes, aplicando
una metodología que haría suspirar a más de un periodista, para posteriormente
redactar durante cinco años un libro que también permite escuchar a los entrevistados principales (valga la palabra:
activadores del principio, como tales sólo 320), y cuyo objetivo fundacional consiste
en contrarrestar los mitos brotados en torno al surgimiento de la misma
Internet a través de la cual seguramente estarás leyendo, comprometido lector,
este texto. Al comienzo de aquel libro, puede leerse lo siguiente: “MITO 1:
«Internet fue creado por los militares para resistir una guerra nuclear y
conseguir que la infraestructura de la red no afectada siguiera funcionado»”. E
inmediatamente: “Larry Roberts (arquitecto de ARPAnet) en su entrevista
personal nos indica claramente que: «Esto es totalmente falso».” Para continuar
con un detalle de la entrevista a Bob Taylor, antiguo director de la oficina
IPTO de ARPA, responsable de haber incorporado a Larry Roberts en el proyecto,
quien cuenta una historia muy, pero que muy significativa en referencia a esta
cuestión: “Hace unos años, la revista Time
publicó dos artículos, con más o menos un año de diferencia entre los dos, que
afirmaban que el origen de ARPAnet fue poder sobrevivir a un ataque nuclear.
(…) Les escribí una carta donde les informé de que ARPAnet no fue construida
con fines militares. (…) ¿Cómo sé esto? Porque yo soy la persona que tomó esta
decisión: construir ARPAnet. No publicaron mi carta en la revista Time. Me contestaron para agradecerme el
envío de la carta y asegurarme que sus fuentes eran correctas. Sus fuentes
vinieron de muchos otros libros y artículos, todos equivocados sobre este
punto…”[1]
El autor de esta historia de Internet
contada por sus protagonistas ha tenido oportunidad de leer lo hasta aquí escrito
y comentarlo amablemente conmigo, y le agradezco esta amable haberme hecho
despertar de mi propio letargo, tras años de estudiar filosofía y reflexionar
sobre la esencia de la verdad, la distinción entre verdad y certeza, el peligro
de las convicciones y el funesto imperio de los prejuicios. Como si por haber
hecho todo eso, o haberme creído que lo había hecho, me hubiera llegado a
sentir libre de caer en el error y aún más de recaer inconscientemente en la
mera opinión. Pero bien equivocado estaba. Y no porque el alcance de mi
equivocación resultase por demás escandaloso, sino porque la fuerza y el poder
de los prejuicios, la terquedad de las convicciones, la solidez de esa opinión
tan aparentemente fútil y el peso del error como tal, consisten precisamente en
esto, en que no lo sabemos, en que no somos conscientes de ello, y tanto más
convencidos estamos de esta cosa o de aquella cuanto menos dueños somos del
saber que nos permite atender a la negación de lo que sabemos. Quede dicho
esto, a sabiendas de que difícilmente podemos llegar a adueñarnos de tal saber, sino más bien de vivirlo, experimentarlo, o
tal vez permitir que sea él quien se adueñe de nosotros. Se hace pues preciso
poner sistemáticamente en duda todo lo aprendido, todo lo leído, y
especialmente todo lo visto/oído en los medios de comunicación. Pero claro,
esto habría de conducir, para empezar, a un insoportable cuestionamiento
incesante de todo lo que sabemos, o damos por sabido, eso consabido que Hegel
tanto despreciaba —y con razón—, y en consecuencia abocarnos a un escepticismo
absoluto que nos dejaría inermes, inasequibles al desaliento, paralizados y
sumidos en una epagogé inútil y sin
objeto, solamente desasosegante y fuente de más desasosiego, como la cocaína.
Así pues, la razón militar no fue el motivo de la creación de Internet, o quizá
tanto lo era, que ya ni siquiera hacía falta constatarlo, o acaso la
complejidad de cada situación histórica, no digamos ya si históricamente
relevante, se compone de tantos factores, funciones, hechos y detalles que a la
postre resultan inabarcables, y todo el trasunto de certeza, conocimiento,
saber, ciencia, verdad… queda alegremente evaporado en ese imponerse de la
opinión pública respecto a lo que es verdad y lo que no, para así movernos en
la certeza subjetiva de cada creencia hasta llegar a la discusión más grosera y
acrítica contra quien se nos opone, seguramente movido a su vez por su propia
certeza en relación a una verdad igualmente inyectada desde el turbio éter de
la public opinion. Y esto me dio, me
ha dado, me sigue dando que pensar. Me dio que pensar respecto a mi propia
capacidad para poner en tela de juicio lo por mí aprendido y dado por sabido.
Me dio que pensar respecto a los elementos a mi alcance para poner en tela de
juicio lo por mí aprendido y dado por sabido. Me dio que pensar respecto a mi conocimiento
del conocimiento, o de la naturaleza del saber. Me dio que pensar respecto a
todas las vanidades que sistemáticamente había ido elaborando yo solito (o que
mi yo se había ido elaborando él solito) en torno al pensamiento, la
filosofía, la ciencia, la historia, el periodismo, la razones que hacían de un
texto merecedor de ser escrito… Me dio que pensar, en fin, respecto al pensar
mismo. Y es que a medida que uno va dedicando más y más esfuerzo al estudio, la
reflexión, la investigación, sea también el caso del reflexivo estudio sobre el
sentido de la investigación en sí misma, lo cierto, o desde luego ha resultado
ser cierto en mi caso, es que también van creciendo las vanidades, las
soberbias, los orgullos y en definitiva los prejuicios que de hecho impiden el
acceso a la cosa misma. He citado, y seguiré citando, la Fenomenología del espíritu. Prudentemente asido a su prólogo (más
tarde lo haré con la introducción, así como los respectivos prólogos e
introducciones a otros tantos textos de Hegel[2]),
he aportado diversas citas a mi naciente discurso, y mientras lo hacía
recordaba tratando de interiorizar el contenido de esta obra, y en general de
todo aquello que he logrado asumir de sus obras y de las de otros pensadores.
Pero… ¿he logrado realmente asumir algo?
¿He realizado, en verdad, a solas y en silencio, el esfuerzo necesario para
dejarme llenar por todo aquello que
tanto he estudiado y que tanto seguiré estudiando? ¿He hecho la experiencia de
aquello que se guarda celosamente en el interior de esas obras pero que, sin
embargo, se da también en el exterior de este pensamiento que me envuelve y al
cual pertenezco? ¿Ha servido todo esto para algo? Y al cabo, ¿se trataba de que
me sirviera para algo, de la utilidad
que todo ello me haya reportado y que a la postre pueda contabilizar en forma
de actuaciones, de decisiones, de escritos propios, como por ejemplo, de
artículos? ¿No es esto, pues, lo lógico:
que tanto leer y pensar y darle vueltas a las vueltas me proporcionase alguna
utilidad plausible, medible, contabilizable, tangible? Quién sabe; creo que
antes de responder a estas preguntas, hay otra pregunta previa que sería
necesario responder: ¿qué es lo útil, qué lo lógico? De nuevo, acude en mi
ayuda la referencia a un texto del propio Hegel al respecto:
La
utilidad de la
lógica atañe a la relación con el sujeto en tanto que éste se procura una
cierta formación para otros fines. La formación del sujeto mediante la lógica
consiste en ejercitarse en pensar, porque esta ciencia es pensar del pensar, y
en ir teniendo pensamientos en la cabeza también en tanto que pensamientos. Sin
embargo, por cuanto lo lógico es la forma absoluta de la verdad y, más que esto
aún, es la misma verdad pura, lo lógico es algo completamente distinto de lo
simplemente útil. Pero, como sea que
lo más excelente, lo más libre y autosuficiente es también lo más útil, se
puede también entender así lo lógico. Pero entonces su utilidad [para el
individuo humano] se ha de encarar de manera distinta a la mera ejercitación
formal del pensar.[3]
Todo este trabajo no tiene en realidad
ningún objeto si de lo que se trata es de simplemente demostrar un objetivo. Y no porque no pueda demostrarse, sino
porque no lo tiene, o mejor porque el punto de partida es un punto (¿el ser?)
en el que las palabras «objetivo» y «subjetivo» ya se han visto superadas. Pero
esta superación no significa de nuevo absolutamente nada si no se pone a prueba
a sí misma, o mejor, digamos, si no se ejercita en todo momento, si no regresa
y se sabe regresada al largo recorrido del espíritu de la humanidad, o a la
fundamentación lógica del sentido de la historia, de la cultura, de la historia
de la cultura y de la cultura de la historia. Y así restallan las palabras cual
látigos en un carromato como aquel que, conducido por recias yeguas, llevase a
Parménides por la senda de la verdad, que no admite error, frente al muy
sobradamente frecuentado camino de la opinión, que es cosa de mortales, y desde
luego no es la cosa misma. Y así descubro, compruebo y me demuestro que no por
mucho ni por muy poco hablar de esto y de lo otro, que no por citar, ni
acompañarme de grandes nombres ni de grandes palabras ni de grandes intenciones
(por lo demás, éstas, ya bien puestas en cuarentena por aquella desconfianza de
Nietzsche frente a la por él llamada plebeya ambición de tener sentimientos generosos,
y además hacer ostentación de ésta), quedan satisfechas las intenciones ni el
significado de las palabras, ni respetados los nombres, ni honradas las citas,
ni justificados o expuestos ni esto, ni lo otro. Hay demasiada baratija en el
intercambio intelectual de nuestra época. Quizá es por falta de interés hacia
la cosa misma; tal vez se deba a un puro desconocimiento, o acaso represente un
signo de los tiempos el simple no saber de lo que se habla, y encima
abanderarse uno de este no saber como camisa nueva frente al sol luciente.
Justamente pensar que yo sí lo sepa… por el
solo hecho de ser capaz de poner en juego las palabras hasta aquí presentadas: ésta es mi máxima seducción y el más
mortal de mis pecados, y creo que si algo significa ser un hombre de
experiencia eso es precisamente el saber no precipitarse en el anhelado
hallazgo de resultados, de máximas concluyentes, de titulares. Todo lo que se
satisface yendo a desembocar en una apariencia cualquiera, y persistiendo en
ella, ignora el sentido de la apariencia misma, pierde de vista aquello que se
presenta junto a su aparición, y ni siquiera barrunta la ausencia de lo que
también allí mismo se oculta.
[1] Andreu VEÀ, Cómo creamos Internet, RedIRIS (red.es),
2013.
[2] Con frecuencia, y
aun es mi caso, se critica la sola lectura, cuando se da, de los prólogos e
introducciones de las obras de Hegel, sin duda echando en falta una auténtica
inmersión en el trabajo denso del concepto; pero lo cierto es que, en todo
caso, cada vez considero más disculpable en general el desconocimiento de la
obra interna de Hegel, pero no de sus
introducciones y prólogos, sin el haber de los cuales niego tajantemente y en
absoluto la posibilidad de poseer el rango de una cultura elevada.
[3] G.W.F. HEGEL, Enciclopedia de las ciencias filosóficas,
Filosofía y pensamiento, Alianza Editorial, Madrid, 2010, edición, introducción
y notas de Ramón Valls Plana.
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