ARTÍCULOS, 4
Por David Martínez Romero
Giorgio DE CHIRICO, Autorretrato
Prólogo
IV
Permítaseme regresar a la región de las
abstracciones, en las cercanías del reino de lo universal, y alternar en
adelante incursiones por dentro y fuera de sus dominios, internándome en
parajes inesperados y, acaso, desconocidos. Permítaseme pensar. Tal vez lo
consigamos, en todo caso, juntos. Acabo de afirmar que en España no hay un
ambiente propicio para la generación y el cuidado del conocimiento, y mucho
menos para su transferencia a las diferentes instancias de la sociedad. Para
avanzar en el sentido de esta afirmación es preciso deshacerse primero de una
idea que en general compartimos divulgadores, escritores, periodistas,
especialistas, investigadores, científicos y comunicadores aun de la más
diversa procedencia, idea que viene a consistir en la errada suposición de que
en España nuestra opinión cuenta para algo. No es así. Y no es así porque la
barrera alzada entre nuestra labor —aquí ni siquiera importa su alcance o
altura— y el cotidiano quehacer del resto de la sociedad, abrumadoramente
mayoritario, se está llegando a hacer casi insalvable, y ello a pesar, o quizá
precisamente por causa, de los medios industriales de comunicación. Éste será,
junto con la ambición de recuperar un espíritu clásico (y desde luego
reformular profundamente el significado de esta expresión), otro de los temas
fundamentales que trataré de llevar a reflexión en estos escritos: el papel de
los medios de comunicación en la era de Internet, o cómo la sociedad del
conocimiento se halla a un paso de convertirse en la sociedad de la más
abrumada estupefacción. El tercer tema, que tan natural como lógicamente vendrá
a convertirse en el primero, es el sentido y la posición del saber. Los así llamados intelectuales
tendemos a ver el mundo como un lugar donde los intelectuales cuentan, cosa que en todo caso todavía
está por ver. De manera que, cuando afirmo que en España no hay un ambiente
propicio para la generación, cuidado y transferencia del conocimiento, me
refiero señaladamente a la enorme suma de presuntos ciudadanos, niños (en edad
infantil o más avanzada), criminales de todo cuño y anacoretas encubiertos para
los que esta cuestión ni siquiera es una cuestión, y probablemente nunca llegue
a serlo. Y ellos son los que a menudo, muy a menudo definen la agenda de los
asuntos a considerar y marcan los tiempos con que serán tratados. Por lo tanto,
no cometamos la imprudencia de confundirnos a nosotros mismos con la sociedad
en la que vivimos, ni de asumir alegremente que sabemos lo que es la sociedad —aquí remito a la muy oportuna obra de Ortega
titulada El hombre y la gente.
He afirmado: “El ambiente no es propicio”.
No se trata de que no lo haya en absoluto (parece que ambiente, lo que es
haberlo, haylo), ni de su mayor o menor consistencia en comparación con otros
entornos, sino de que éste, el nuestro, no es propicio, es decir no favorece,
no facilita, no promueve, y en definitiva no respeta ya no el conocimiento,
sino las condiciones necesarias para que éste se genere, se promueva, se
dinamice… buena parte de las cuales se deben, ahora sí, justamente a los que conocen y en conocer insisten
y se demoran. A ellos, a los que conocen y dedican su vida a conocer, se les
puede legítimamente llamar sabios.
Pero, ¿qué ocurre con la palabra «sabio» en este ambiente nuestro? Mi impresión
es que la sola mención molesta, incomoda, como si por alguna razón ignota nos
revolviese las entrañas, a no ser claro que se trate de adjudicársela a alguien
que sea muy viejo o que esté muy muerto, como si nos ofendiera que el adjetivo le
fuera otorgado a un semejante sin nuestro permiso y previa concurrencia. Pero
la propia etimología de la palabra, de nuevo siguiendo a Ortega (y también a
Nietzsche), viene a decirnos que el «sabio» es quien posee una mayor
experiencia, y por eso es tenido por referencia prioritaria, la guía a través
de la cual dirigirnos en nuestra propia vida, siendo esa experiencia superior la que fundamenta y justifica
su sabiduría. Así, hay sabios de la vida, en general (y curiosamente todos
tenemos nuestra lista de aquellos a los que consideramos tales), como es el
caso de ciertos líderes políticos, religiosos, filosóficos, científicos e
incluso artísticos… pero también hay sabios en una determinada materia o
aspecto de la vida, a los que tildamos con la palabra mucho más permisiva —y
dudosa— de «expertos». Todo lo cual parece indicar que hay dos tipos de sabios:
los que saben mucho de una sola cosa, y los que saben mucho del saber mismo y,
por lo tanto, su saber atañe a todas las cosas, o por de pronto a todas las
cosas que se saben. Así pues, quizá
lo que sucede en España es que hay muchos expertos (supuestos o efectivos), muy
pocos sabios en general (o al menos tenidos por tales), y demasiados que no
saben ni mucho ni poco ni falta que les hace. Mi intención, programática como
no puede ser de otra manera en un prólogo expresamente escrito antes del logos, es situar
apropiadamente en su justa relación la sabiduría, o esencia del saber, con el
sentido de la recuperación de un espíritu clásico y el papel de intermediación
que en todo ello juegan, o habrían de jugar, los medios de comunicación. Por
eso acudiré una y otra vez a los filósofos idealistas, y de forma muy
específica a Hegel, pues, siguiendo las palabras de mi venerado Félix Duque ya
avanzadas al comienzo de este prólogo:
El gran tema del idealismo no es el
conocimiento ni el pensamiento, sino el saber (Wissen). Eso es lo que, por ejemplo, significa en
el lenguaje ordinario haber vivido muchas «experiencias» o ser un hombre de
gran «experiencia»: encarnar lo al pronto ajeno y externo y hacerlo «propio»,
pero no por «añadirlo» como propiedad
a un sustrato o sustancia que ni siente ni padece por esa apropiación: quien
«sabe la vida» no pega a ésta una piel paquidérmica, como si la vida
experimentada fuera una etiqueta (adviértase la diferencia entre «saber vivir»
y «conocer la vida»: una cínica y pesimista expresión esta última por la que
indicamos que alguien se está aprovechando de la vida —o sea, de todo lo que hacemos los demás— sin comprometerse ni arriesgarse). Ese saber es un saberse la vida misma en el hombre de experiencia,
el cual es por ello susceptible de servir de «ejemplo». La experiencia cambia
la vida: de quien la hace —y sufre— y de los hombres y cosas que entran en esa
experiencia.[1]
A su tiempo volveremos sobre el sentido de
la palabra «experiencia», que se ofrece como indispensable para la comprensión
del «saber», y de nuevo nos dejaremos inundar por la sabiduría de un sabio como Félix Duque, nada menos que a
propósito de aquel sabio de sabios que fue Hegel. Pero retornando ahora sobre
aquella intención de crear un Valle del Silicio en España, debemos reparar no
en las risas y chanzas producidas en cierto sector minoritario de la audiencia,
sino en el hecho de que ese mensaje está perfectamente diseñado para alcanzar y
motivar a una masa que se encuentra a medio camino entre la masa absoluta y la
minoría intelectual, desde luego sin dejar de ser ella misma masa, para la cual
toda coherencia argumental y rigurosidad retórica resultan de todo extremo
indiferentes ante la muy sofisticada y glamurosamente tecnológica mención de Silicon Valley, sea ello lo que sea,
cuya trasposición al territorio español resultaría la mar de linda, más o menos
como Eurovegas. Pero, una vez puestos a anhelar el espectáculo de ver brotar un
Valle del Silicio en España, cabría antes preguntarse: ¿para qué? ¿No es
siempre más importante posibilitar, favorecer, impulsar de una vez por todas la
aparición de un ambiente efectivamente propicio para la generación y el cuidado
de un conocimiento cuya transferencia socio-político-empresarial dé como
resultado su propio resultado,
aprovechando la lección que nos ofrecen Silicon Valley y los mil y un centros
de la investigación, el desarrollo y la innovación mundiales? ¿Qué nos va a
nosotros en esta manía de imitar y poner en juego palabras que suenan muy bien
pero que nada dicen y aún menos implican, cuando de lo que se trata en la
investigación es de desarrollar propuestas innovadoras que por ello mismo
resultan incomparables, o simplemente, sin más altisonancias, de continuar el
trabajo por otros preparado y llevarlo hacia un nuevo, prometedor, fascinante
lugar?
Tenemos que pararnos a pensar. Parar, por
unos momentos, y pensar. Y tenemos que hacerlo juntos, pues juntos estamos en
esta sociedad que llamamos comunidad sin saber muy bien lo que decimos, y este
“saber lo que nos decimos” se muestra así como la cuestión fundamental por
excelencia, incluyendo saber lo que es el saber y sobre todo debatir, discutir,
filosofar en común sobre ello. Symphilosophein
—una de las características primordiales del método socrático, cuando no la característica esencial, trasladada
después a la dialéctica platónica como diálogo, cuyo concepto a nosotros se nos
escapa porque entendemos diálogo como mero hablar (si es a que al hablar se lo
puede tachar de «mero»), como una suerte de parrafada preestablecida en un
guión ya escrito en el que cada actor suelta sus líneas con total independencia
de lo que diga el otro o digan los demás. Y el colmo: a esto lo llamamos tolerancia. Pero de hecho es la
intolerancia suma, que hace de cada uno de nosotros un emisor nato al que
recibir ni le va ni le viene, y esto por entender la comunicación en términos
de la escuela de Palo Alto, esa otra universidad de Silicon Valley que quizá haya tenido aún más peso en la revolución
tecnológica que Stanford, dado que en ella se gestó la estructuración de la
comunicación que diera lugar al saber
que posibilitara la gestión digital de la información, valga decir, informática. Mas de nuevo, toda
aseveración pretendidamente absoluta tiene a la postre muy poco valor. También
Palo Alto tiene una historia. Y en tanto no aprendamos a filosofar en común,
juntos, escuchándonos e incluyendo en cada caso en nuestra alocución el
contenido de la alocución anterior, ni sabremos hablar ni dialogar, ni lo que
son el habla, el diálogo, la dialéctica, ni el saber, y tampoco estaremos en
disposición de criticar la dialéctica y ni siquiera de leer a Heidegger, pues
para hacerlo, como él insistía, habría que dedicar al menos diez años a la
lectura de Aristóteles, lo que conlleva otros tantos de atención a Platón, y
quizá muchos más de dedicación a los pensadores anteriores, mal llamados
presocráticos, cuyos breves textos conservados se soportan sobre una mano y,
sin embargo, contienen mucho más de lo que aún nos ha sido dado apreciar. Pero
claro… ¡quién tendría tiempo para todo esto!
Y, sin
embargo, es el tiempo mismo quien está llegando a dejar de tenernos a nosotros.
[1] Félix DUQUE, Historia de la Filosofía Moderna. La era de
la crítica, Ediciones AKAL, Madrid, 1998.
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