ARTÍCULOS, 5
Prólogo
V
Luego de tanto hablar en torno a Silicon Valley, me queda un regusto
amargo, ciertamente poco agradable. No puedo eludir la sensación de haberlo
hecho, mal que me pese, de modo superficial. Yo nunca he estado en California,
ni en los Estados Unidos de América, bien que por pura casualidad: quizá muy
pronto lo haga. El caso es que pertenezco a una generación que creció con un
pie puesto en la España de los 60, o sea el siglo XIX, y el otro en la España
de los 80, o sea el siglo XXI. Y eso que nos hemos perdido por el camino, es
precisamente lo que ahora, desde el fondo del abismo de su ausencia, acucia. El
que tenga oídos, oiga. Quisiera hacer un apunte meramente anecdótico, de un
cierto cariz humorístico (y de nuevo tragicómicamente castizo): en 1985 se estrenaba
en España la película Panorama para matar
(A view to kill, John Glen), una
entrega más en la saga de James Bond de la que no me cabe destacar más que la
primera aparición que recuerdo de un actor bien interesante, Christopher
Walken, y desde luego la anécdota que voy a mencionar. En la traducción para el
doblaje de la película en España (qué espantosa manía; cuando se habla del mal
dominio del inglés por parte de los españoles, habría que comenzar por este horror
que supone el doblar las películas), Silicon
Valley se tradujo por “Valle de la Silicona”, y a lo largo de todo el film,
cada vez que los personajes nombran Silicon
Valley se escucha decir en su vez: “Valle de la Silicona”, lo que tiene su
gracia, sobre todo si se ve la película, ya no por la evidente metedura de
pata, sino porque le da a uno por imaginar qué cosas se le ocurrirían al
espectador medio español al escuchar estas palabras. ¿Valle de la Silicona? ¿Qué
será eso? ¿Un lugar donde crecen las prótesis como por arte de magia? ¿El paraíso
de la cirugía plástica? ¿Y por qué el malo de la película se quiere hacer con
el control de la producción elaborada de silicona? Así sucedía que, mientras el
guionista más despistado del Hollywood de la época sabía que en Silicon Valley se estaba cociendo algo
importante (algo relacionado con una arena llamada silicio que tiene que ver
con la fabricación de microchips, y desde luego también de silicona), los
españoles no poseíamos la menor noticia del asunto: bastante teníamos con
entrar a formar parte de la CEE y asimilar que en menos de un año seríamos
miembro de la OTAN, uno de cuyos futuros secretarios generales se manifestara entonces
en abierta oposición a la entrada de España en dicha organización esgrimiendo
no una, sino 50 razones para decir no a la OTAN —Dios bendiga a la política y a
los políticos y a la Razón de Estado. Precisamente Adolfo Suárez, presidente
del gobierno de España entre 1976 y 1981, esa etapa que tan graciosamente se ha
dado en llamar la transición política española del siglo XX —la Transición,
para los amigos—, había eludido con inesperada e irritante convicción la
participación de España en la política de bloques que se estilaba en la época,
una época, una transición y un Adolfo Suárez que han quedado conmoviblemente
retratados en el resultado de la novela fallida, y por eso mismo, en mi opinión,
el mejor libro de la actualidad española: Anatomía
de un instante, de Javier Cercas. Adolfo Suárez, ese otro político de esa
otra España que iniciando la democracia no perteneció ni al Partido Popular,
por más que unos se apunten los tantos, ni al Partido Socialista (y para colmo,
Obrero Español), por más que otros se anoten la herencia. Pero qué sabíamos
entonces nosotros los españoles de Valles de la Silicona… ¡perdón: del silicio!
Y cabría preguntar: ¿qué sabemos ahora? Adolfo Suárez trató de incluir a España
en la entonces denominada Conferencia de Países No Alineados, para que
inmediatamente el primer gobierno socialista nos alinease de una vez por todas
en el bloque capitalista, y seguramente con atinada fortuna para el crecimiento
del país y abandono del subdesarrollo endémico que venía caracterizando a
España desde el siglo XVII: analfabetismo, inmovilidad social, sector agrario
tan masivo como primitivo, tejido industrial raquítico e instituciones
financieras paleolíticas. Es innegable que todo esto ha cambiado, pero no
podemos obviar que aún queda un
subdesarrollo por superar: el espiritual,
superación sin la cual vamos a seguir siempre a la zaga de acontecimientos que
no dominamos y que en el fondo nos son ajenos, mientras el sentimiento de
comunidad no logre imponerse como conditio
sine qua non para el auténtico desarrollo de la democracia y, en
definitiva, la práctica y el disfrute de la libertad que quizá algún día hayan de
llevarse por delante a la democracia misma, al menos tal y como la venimos
entendiendo, o ejerciendo, o dejando que nos la ejerzan. Por eso me detengo a
mencionar nombres, asuntos y situaciones de marcado carácter histórico e
incluso periodístico (el colmo del
historicismo), para tratar de hallar accesos a problemas fundamentales que
tienen su expresión en la aparentemente contingente inclusión de frases de
políticos, decisiones gubernamentales, reflexiones raciocinantes, como diría
Hegel traducido por Duque, sobre esto o aquello, que parecen desmerecer la
continuidad expositiva de un texto pensante (si es que, en efecto, lo es); porque estas contingencias son solamente
tales en comparación con la inmaculada universalidad de genéricas elaboraciones
que, en buena medida, de aquéllas provienen y frente a aquéllas se completan.
Para mí, como ya he dicho antes, lo más sencillo, porque me viene dado por mi
propia constitución intelectual, es mantenerme en el pensamiento abstracto, intentando
cuando tengo suerte elevarlo a especulativo, y con algo más de dificultad pero
con idéntica fortuna poner en cuestión el pensamiento especulativo mismo. De
este modo, trabajo desde hace años en mis libros de poesía (una poesía que aspiro
a llamar pensante), y en el ensayo de ensayo que titulé al principio La experiencia del arte pero ahora llamo
La larga espera, sin saber si
conseguiré alguna vez terminarlo. Al menos voy, graciosamente, concluyendo poemarios,
que por el momento publico en mi blog, observando con puntualidad que no son
textos dirigidos al gran público. ¿Acaso éste lo es? ¡Y qué sé yo lo que es el «gran
público»! No obstante, estoy decidido a relacionar, en la medida de mis
capacidades, la evolución de mi pensamiento con los acontecimientos, sucesos y
eventos en cuyo seno, o en cuya cercanía, o en referencia a los cuales, ha ido
evolucionando ese pensamiento, un pensar que, en todo caso, es pensar el
pensar, y solamente es eso.
También muchos de los textos más relevantes
de, por ejemplo, un Karl Marx, fueron escritos con una intención abiertamente
polémica y sencillamente periodística. Entre los dos o tres lectores que aún
tiene el hombre (al que sería un grave error considerar marxista, por paradójico que parezca), tengo entendido que sólo uno
se ha leído todos los libros de El
Capital, pese a tratarse de una obra clave para comprender el capitalismo
no del siglo XIX, sino el nuestro, éste, el de aquí y ahora. Yo reconozco no
haber leído esta obra completa, y aún más: que antes de hacerlo debiera leer la
Crítica de la filosofía del derecho de
Hegel, aprovechando que sí estoy leyendo las Líneas fundamentales de filosofía del derecho de Hegel, sobre las
cuales no tendré más remedio que detenerme más adelante, aquí, en estos
artículos. Mas tratándose de obras que aún hoy se alcanza a citar, como por
ejemplo El dieciocho brumario de Luis
Bonaparte —cuyo comienzo se ha convertido en uno de esos lugares comunes a
los que, por cierto, tampoco se puede considerar como muy frecuentados—, hay
que recordar que se trata de escritos de carácter polémico destinados a
publicaciones periódicas o panfletarias y, por consiguiente, insertos en su
propia actualidad. Leamos este comienzo:
Hegel observa en alguna parte que todos los
grandes hechos y personajes de la historia universal acontecen, por así
decirlo, dos veces. Olvidó añadir que, una vez, como [gran] tragedia, y la
otra, como [lamentable] farsa. [1]
Esa parte alguna donde Hegel hizo su
observación son las Lecciones sobre
filosofía de la historia universal publicadas por sus alumnos póstumamente,
al igual que las lecciones sobre estética citadas en nuestro inicio. No puedo
dejar, por mi parte, de observar que en España todos los grandes hechos se
repiten incesantemente como una especie de eco sempiterno, siempre a la vez y
al mismo tiempo como tragedia y como farsa, vale decir: como esperpento. Volveré sobre esta idea.
Ahora quería ejemplificar con otro texto de Marx, perteneciente a la misma obra,
la relación de lo temporal con lo intemporal, quizá para no más justificar mis
propias incursiones intempestivas en lo tempestivo, y por lo demás para animar
a leer esos textos a los que tanto admiro y en cuya recogida lectura he
disfrutado de tantas y tan gratas experiencias, quién sabe si esas mismas experiencias
del tipo de las que generan sabiduría. El texto dice como sigue:
El lenguaje honesto, hipócritamente
moderado, virtuosamente tópico de la burguesía revela su más profundo sentido
en boca del autócrata de la Sociedad del 10 de Diciembre y del héroe de las
francachelas de St. Maur y Satory.[2]
Muy bien, de acuerdo. ¿Quién es St. Maur y
Satory? Pues parece que más que quién es dónde, y no una, sino dos regiones, la
primera perteneciente a Versalles y la segunda a París. Y hasta aquí puedo leer
mi veloz consulta en Google y Wikipedia. ¿Y la Sociedad del 10 de diciembre? Lo
mismo podría ser un club de lectura que una asociación mafiosa, y más bien era esto
que aquello. La respuesta a estas preguntas se encuentra en realidad en el
propio texto de Marx, pero al rescatar esta cita y ofrecerla a quien no haya
leído el texto, tanto da lo uno como lo otro, porque se trata de referencias
temporales que sólo cobran valor en el desarrollo del propio texto. ¿Hace esto
que nos resulte indiferente? Quizá. Pero más importante que esas preguntas es
la primera frase respecto al lenguaje de la burguesía: honesto,
hipócritamente moderado y virtuosamente tópico. Sé que hablar de burguesía hoy en día, y no digamos ya
hablar de proletariado, se tiene por un parlotear anacrónico y socialistoide
que nada dice y a nada bueno conduce, pero sucede que bajo la denominación
inteligentísima de «clase media» lo que se esconde y oculta es nada menos que
el viejo proletariado, y ya ni tan siquiera hay una palabra adecuada para
referirse a la burguesía, y eso porque estamos todos, los unos y los otros,
dramáticamente aburguesados. Y sobre las clases sociales y el problema de la
movilidad entre ellas tengo la peligrosa intención de adentrarme próximamente.
Entretanto, volvamos al hilo general conductor de estos artículos
introductorios a más artículos que, mucho me temo, no dejarán de ser a la postre también
introductorios, y ello en tanto no estemos en posesión de la codiciada cosa
misma, no la cosa en sí, ni la Cosa de los Cuatro Fantásticos, sino la Cosa en
litigio por reunión en su seno de aquello que, por excelencia, merece ser
pensado, y porque lo merece, lo exige: lo reclama.
[1] Carl MARX, El
dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Ciencia Política, Alianza Editorial,
Madrid, 2012, traducción, introducción y notas de Elisa Chuliá Rodrigo.
[2] Ibídem.
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