ARTÍCULOS
Por David Martínez Romero
Cristóbal Toral, D'apres Las Meninas
Prólogo
I
¿Qué hace a un texto merecedor
de ser escrito? ¿Por qué, en absoluto, la literatura? ¿Cuál es la distancia
entre una obra condenada al olvido, ya proceda del silencio de sus
contemporáneos, o del simple descuido ante la incontenible sobreabundancia
de documentos multiplicados en el éter sin orden ni concierto…, y una obra
agraciada con la atención de sus compatriotas, de sus congéneres, ya no hoy,
sino por siempre, o al menos durante y mientras la literatura haya de conservar
un rango sustantivo? ¿Qué diferencia a un libro pasajero de un clásico? ¿Cómo
se deciden los títulos catalogados en un manual de historia de la literatura?
¿De qué depende la relevancia de un autor, de un idioma, de una época? ¿Es más
importante el Evangelio de San Juan o
la Politeia, el Ulises o el Bhagavad Gita?
¿Quién es el mejor escritor de todos los tiempos? ¿Y el segundo? ¿Y los cien
primeros? Bien se ve que este preguntar, dejado a su libre albedrío, pronto
viene a dar en cuestiones de todo punto intrascendentes, pues de lo que se
trata, o debería tratarse en todo caso, es de aquello hacia donde va el escrito,
la causa en litigio, la famosa Cosa misma.
Quizá lo único que importa es la atención sin concesiones al asunto en
entredicho, atención que rápidamente se dispersa cuando surgen preguntas
improcedentes como las recién planteadas, u otras tales como, por ejemplo, cuál
será la repercusión o la acogida de un escrito. Pero el imperio de la norma
editorial hace casi imposible el desasirse de estos estorbos, y la intromisión
del negocio en la literatura ha mucho tiempo que los instauró en forma de
inconmovibles prejuicios, extendidos primero al periódico, después a los
grandes medios audiovisuales, y finalmente a Internet, a través de la cual todo
aquel que tiene el privilegio (pues de un privilegio se trata) de estar
conectado, puede convertirse en productor de textos y de hecho se convierte a
menudo (en no pocos casos compulsivamente), contribuyendo así al maremagno de
una literatura multiplicada hasta lo obsesivo. Cabría preguntarse también qué
merece y qué no merece el calificativo de «literario», pero incluso esta
pregunta eludiría el problema de fondo: ¿basta toda la literatura hoy generada
para igualar o siquiera corresponder a la esencia histórica de las grandes
obras literarias de todos los tiempos? ¿Y cuál es esa esencia, en qué consiste,
de qué se trata? Al comienzo de sus lecciones sobre Estética, dice Hegel:
Para nosotros, la determinación suprema del
arte es en conjunto algo pasado, es, para nosotros, algo que ha ingresado en la
representación, la peculiar representación del arte ya no tiene para nosotros
la inmediatez que tenía en el tiempo de su apogeo supremo.[1]
En el caso de que estuviéramos de acuerdo,
¿se trataría de una apreciación que hubiera de incumbir también a la
literatura? ¿Es la literatura un arte? ¿Qué tipo de arte es la literatura? Con
frecuencia se le achaca a Hegel la tesis, según la cual, el arte habría llegado
a su fin, más o menos igual que la historia, para a continuación proceder a
corregir, si no ridiculizar, ambas tesis contraponiéndoles la incontrovertible
realidad de que tanto el uno como la otra todavía campan a sus anchas en esta
nuestra Tierra. Lo que ocurre es que a Hegel se lo cita poco, pero se lo lee
aún menos, y ninguna de las dos afirmaciones anteriores se le puede atribuir
porque no son suyas. Tal vez si nos concentrásemos unos instantes para escuchar
no sólo a Hegel, sino a aquel movimiento que se dio en llamar Idealismo, y en general a la filosofía,
la gran literatura y la poesía —a diferencia de la literatura, la poesía sólo
es tal si es «grande», si en ella ronda una suerte de plenitud— surgidas desde
finales del siglo XVIII, el siglo XIX al completo y parte del siglo XX antes de
la completa pérdida de perspectiva, escucharíamos siempre y ante todo que algo
ha cambiado, y que lo ha hecho de forma irreversible. El citado texto de
Hegel propone este cambio como cosa asumida en el terreno del arte: el arte ya
no es para nosotros lo que era. Para nosotros… o en sí. Y a partir de aquí
somos nosotros los que tenemos la
obligación y el derecho (empiezo a sospechar que son la misma cosa, quizá aún
no la cosa misma) de preguntar qué era entonces el arte, qué es ahora, y en qué
consiste el cambio. Hegel dice que ha perdido la inmediatez que tuvo en los días de su mayor gloria. Pero la
auténtica reflexión en torno a los conceptos de inmediato y mediato (una vez
más, vivos tan sólo en cuanto hacen referencia a lo Mismo), habría de
introducirnos por derroteros demasiado escarpados. No. Lo más relevante ahora
es ponernos en situación de alerta respecto a lo que creemos que sea el arte, y
lo que el arte en efecto sea; respecto a lo que llamamos literatura, y lo que
la palabra «literatura» efectivamente significa. Pero ante todo debemos
ponernos en guardia contra toda presuposición, prejuicio u ocurrencia. La cosa
misma no se da inmediatamente, sino que hay que llegar hasta ella, o más bien
dejar que ella llegue hasta nosotros, y sólo entonces, al final, veremos que ya
desde el comienzo se daba y que también nosotros nos dábamos a ella. Quizá las
palabras «nosotros» y «ella» no tengan, llegados a este punto, el más mínimo
sentido. Quizá la única forma de llegar a entendernos sea deshaciéndonos de la
gramática.
A lo largo de esta colección de artículos
repetiré hasta la saciedad, y aun así no creo que sea bastante, que pocas, muy
pocas de las ideas aquí reflejadas, o representadas, o desarrolladas, son mías,
y en esto consiste en buena medida la tarea que me he arrogado: revivir,
reactivar, promover, dinamizar lo que considero un tesoro del pensamiento
occidental (ojalá llegue el día en que pueda hablar con inteligencia desde otro pensamiento), y ponerlo a
disposición del que desee asegurar su propio acceso al mismo. Pero quién sabe
ya lo que significa pensar. Heidegger consideraba un signo de los tiempos el
que su obra menos difundida fuera aquélla basada en las lecciones que llevaban
por título, precisamente, las palabras ¿Qué
significa pensar? Un largo lamento becqueriano recorre esta pregunta. Y yo,
por mi parte, con tanto preguntar lo último que pretendo es escribir un texto
filosófico, o ensayístico, ni mucho menos periodístico. La actualidad sólo me
preocupa como concepto escolástico-aristotélico, y hace tiempo que me deshice
de todo cuidado respecto a qué difusión obtendrían mis escritos, por no
mencionar mi probada despreocupación ante el negocio que pueda proporcionar mi
«literatura». Lo que quiero es que la discusión, la conversación de todos los
espíritus afines sobre los temas aquí planteados no decaiga, que no irrumpa el
silencio allí donde se hace más precisa que nunca la elevación de la palabra.
El silencio sólo puede consistir en dos cosas: la callada reflexión que piensa
en calma y a solas consigo misma en el mundo, o el final del pensamiento
auténticamente especulativo, que por lo demás suele ir acompañado de un incesante
parloteo situado a escasos decibelios del puro ruido. Literatura o no, lo que
cuenta es el lugar al que se dirige lo escrito. Así, escribe a su vez el propio
Heidegger en la célebre (quién sabe por qué motivo, desde luego no parece que
se deba al creciente número de lecturas) Carta
sobre el humanismo:
En la actual precariedad del mundo es
necesaria menos filosofía, pero una atención mucho mayor al pensar, menos
literatura, pero mucho mayor cuidado de la letra.[2]
Aún cabe hacerse una pregunta más: ¿por qué
escribir? ¿Para qué? ¿Para quién? O tal vez escribir sea en sí mismo un previo
preguntar, un dar rienda suelta a la palabra que, superados al fin
condicionamientos estilísticos, cánones estéticos, criterios de mercado,
soberbias, ambiciones y subterfugios varios, como también ese extendido amor
por la catarsis que de tan vulgar se parece cada vez más a un estornudo,
solamente pretenda llevar consigo a aquel lugar del que procede la llamada
original y primigenia, una llamada que, lo queramos o no, nos compele a todos y
sólo por ello hace a un texto digno
de ser escrito, y lo honra no con la fama o con la posteridad, sino con la
cercanía a la cosa misma a la que tanto se refiere Heidegger pero que quien tal
vez más bellamente haya reclamado sea Hegel, protestando contra todo intento de
pensar alejado de su centro:
Pues, en lugar de ocuparse de la Cosa, este
hacer está siempre más allá de ella; en lugar de demorarse en ella y dentro de
ella olvidarse, este saber anda siempre detrás de otro, y más bien se queda en
sí mismo que está en la cosa y se entrega a ella.[3]
Y es ese entregarse el que debe primar en
toda obra literaria que se precie, llámese si se prefiere compromiso, bien que desligado de toda connotación política,
compromiso con la cosa misma, el asunto de que se trata, aquello que ostenta
por antonomasia la máxima dignidad. Pero la indicación más acertada, a mi
juicio, en referencia a la pregunta que debe hacerse un escritor antes de
emprender una tarea que no es suya —pues no sólo no es de nadie sino que es tarea únicamente en la medida en que se es
reclamado por ella, y es uno mismo el que termina por pertenecer a la tarea—, la ofreció a comienzos del pasado siglo el
delicado Rainer Maria Rilke, en una de sus deliciosas Cartas a un joven poeta:
Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie.
Hay sólo un único medio. Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama
escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de
su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir. Esto,
sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de
una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera
usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa
necesidad: su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser
un signo y un testimonio de ese impulso.[4]
¿Nos hacemos
hoy, nosotros los escritores del siglo XXI, este planteamiento en toda su
extensión y hasta sus últimas consecuencias? Yo me propongo comenzar por mí
mismo, y hacerlo escribiendo, lo que no deja de ser una respuesta que por lo
demás me di hace ya mucho tiempo, y acaso me fue dada desde el inicio, al que
no temo regresar, pues en este mi regreso creo que a un tiempo indago y
comparto lo que me ha sido dado indagar y compartir, sea con ello lo que haya
de ser. —He escrito, ¿habéis leído? Aquí lo tenéis: juzgad.
[1] Georg Wilhelm
Friedrich HEGEL, Filosofía del arte o
Estética, Abada Ediciones / UAM Ediciones, Madrid, 2006, traducción de
Domingo Hernández Sánchez.
[2] Martin HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Filosofía,
Alianza Editorial, Madrid, 2009, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte.
[3] G.W.F. HEGEL, Fenomenología del espíritu, en Hegel I, Biblioteca de Grandes
Pensadores, Editorial Gredos, Madrid, 2010, traducción y notas de Antonio Gómez
Ramos. Edición bilingüe con notas extendidas del mismo traductor en G.W.F.
HEGEL, Fenomenología del espíritu,
Lecturas, serie Filosofía dirigida por Félix Duque, Universidad Autónoma de Madrid
y Abada Editores, Madrid, 2010.
[4] Rainer Maria RILKE,
Cartas a un joven poeta, Alianza
Editorial, Madrid, 1984, traducción de José María Valverde.
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