lunes, 17 de agosto de 2015

Artículos, 1. Prólogo - I



ARTÍCULOS

Por David Martínez Romero



Cristóbal Toral, D'apres Las Meninas




Prólogo



I


¿Qué hace a un texto merecedor de ser escrito? ¿Por qué, en absoluto, la literatura? ¿Cuál es la distancia entre una obra condenada al olvido, ya proceda del silencio de sus contemporáneos, o del simple descuido ante la incontenible sobreabundancia de documentos multiplicados en el éter sin orden ni concierto…, y una obra agraciada con la atención de sus compatriotas, de sus congéneres, ya no hoy, sino por siempre, o al menos durante y mientras la literatura haya de conservar un rango sustantivo? ¿Qué diferencia a un libro pasajero de un clásico? ¿Cómo se deciden los títulos catalogados en un manual de historia de la literatura? ¿De qué depende la relevancia de un autor, de un idioma, de una época? ¿Es más importante el Evangelio de San Juan o la Politeia, el Ulises o el Bhagavad Gita? ¿Quién es el mejor escritor de todos los tiempos? ¿Y el segundo? ¿Y los cien primeros? Bien se ve que este preguntar, dejado a su libre albedrío, pronto viene a dar en cuestiones de todo punto intrascendentes, pues de lo que se trata, o debería tratarse en todo caso, es de aquello hacia donde va el escrito, la causa en litigio, la famosa Cosa misma. Quizá lo único que importa es la atención sin concesiones al asunto en entredicho, atención que rápidamente se dispersa cuando surgen preguntas improcedentes como las recién planteadas, u otras tales como, por ejemplo, cuál será la repercusión o la acogida de un escrito. Pero el imperio de la norma editorial hace casi imposible el desasirse de estos estorbos, y la intromisión del negocio en la literatura ha mucho tiempo que los instauró en forma de inconmovibles prejuicios, extendidos primero al periódico, después a los grandes medios audiovisuales, y finalmente a Internet, a través de la cual todo aquel que tiene el privilegio (pues de un privilegio se trata) de estar conectado, puede convertirse en productor de textos y de hecho se convierte a menudo (en no pocos casos compulsivamente), contribuyendo así al maremagno de una literatura multiplicada hasta lo obsesivo. Cabría preguntarse también qué merece y qué no merece el calificativo de «literario», pero incluso esta pregunta eludiría el problema de fondo: ¿basta toda la literatura hoy generada para igualar o siquiera corresponder a la esencia histórica de las grandes obras literarias de todos los tiempos? ¿Y cuál es esa esencia, en qué consiste, de qué se trata? Al comienzo de sus lecciones sobre Estética, dice Hegel:


    Para nosotros, la determinación suprema del arte es en conjunto algo pasado, es, para nosotros, algo que ha ingresado en la representación, la peculiar representación del arte ya no tiene para nosotros la inmediatez que tenía en el tiempo de su apogeo supremo.[1]


    En el caso de que estuviéramos de acuerdo, ¿se trataría de una apreciación que hubiera de incumbir también a la literatura? ¿Es la literatura un arte? ¿Qué tipo de arte es la literatura? Con frecuencia se le achaca a Hegel la tesis, según la cual, el arte habría llegado a su fin, más o menos igual que la historia, para a continuación proceder a corregir, si no ridiculizar, ambas tesis contraponiéndoles la incontrovertible realidad de que tanto el uno como la otra todavía campan a sus anchas en esta nuestra Tierra. Lo que ocurre es que a Hegel se lo cita poco, pero se lo lee aún menos, y ninguna de las dos afirmaciones anteriores se le puede atribuir porque no son suyas. Tal vez si nos concentrásemos unos instantes para escuchar no sólo a Hegel, sino a aquel movimiento que se dio en llamar Idealismo, y en general a la filosofía, la gran literatura y la poesía —a diferencia de la literatura, la poesía sólo es tal si es «grande», si en ella ronda una suerte de plenitud— surgidas desde finales del siglo XVIII, el siglo XIX al completo y parte del siglo XX antes de la completa pérdida de perspectiva, escucharíamos siempre y ante todo que algo ha cambiado, y que lo ha hecho de forma irreversible. El citado texto de Hegel propone este cambio como cosa asumida en el terreno del arte: el arte ya no es para nosotros lo que era. Para nosotros… o en sí. Y a partir de aquí somos nosotros los que tenemos la obligación y el derecho (empiezo a sospechar que son la misma cosa, quizá aún no la cosa misma) de preguntar qué era entonces el arte, qué es ahora, y en qué consiste el cambio. Hegel dice que ha perdido la inmediatez que tuvo en los días de su mayor gloria. Pero la auténtica reflexión en torno a los conceptos de inmediato y mediato (una vez más, vivos tan sólo en cuanto hacen referencia a lo Mismo), habría de introducirnos por derroteros demasiado escarpados. No. Lo más relevante ahora es ponernos en situación de alerta respecto a lo que creemos que sea el arte, y lo que el arte en efecto sea; respecto a lo que llamamos literatura, y lo que la palabra «literatura» efectivamente significa. Pero ante todo debemos ponernos en guardia contra toda presuposición, prejuicio u ocurrencia. La cosa misma no se da inmediatamente, sino que hay que llegar hasta ella, o más bien dejar que ella llegue hasta nosotros, y sólo entonces, al final, veremos que ya desde el comienzo se daba y que también nosotros nos dábamos a ella. Quizá las palabras «nosotros» y «ella» no tengan, llegados a este punto, el más mínimo sentido. Quizá la única forma de llegar a entendernos sea deshaciéndonos de la gramática.

    A lo largo de esta colección de artículos repetiré hasta la saciedad, y aun así no creo que sea bastante, que pocas, muy pocas de las ideas aquí reflejadas, o representadas, o desarrolladas, son mías, y en esto consiste en buena medida la tarea que me he arrogado: revivir, reactivar, promover, dinamizar lo que considero un tesoro del pensamiento occidental (ojalá llegue el día en que pueda hablar con inteligencia desde otro pensamiento), y ponerlo a disposición del que desee asegurar su propio acceso al mismo. Pero quién sabe ya lo que significa pensar. Heidegger consideraba un signo de los tiempos el que su obra menos difundida fuera aquélla basada en las lecciones que llevaban por título, precisamente, las palabras ¿Qué significa pensar? Un largo lamento becqueriano recorre esta pregunta. Y yo, por mi parte, con tanto preguntar lo último que pretendo es escribir un texto filosófico, o ensayístico, ni mucho menos periodístico. La actualidad sólo me preocupa como concepto escolástico-aristotélico, y hace tiempo que me deshice de todo cuidado respecto a qué difusión obtendrían mis escritos, por no mencionar mi probada despreocupación ante el negocio que pueda proporcionar mi «literatura». Lo que quiero es que la discusión, la conversación de todos los espíritus afines sobre los temas aquí planteados no decaiga, que no irrumpa el silencio allí donde se hace más precisa que nunca la elevación de la palabra. El silencio sólo puede consistir en dos cosas: la callada reflexión que piensa en calma y a solas consigo misma en el mundo, o el final del pensamiento auténticamente especulativo, que por lo demás suele ir acompañado de un incesante parloteo situado a escasos decibelios del puro ruido. Literatura o no, lo que cuenta es el lugar al que se dirige lo escrito. Así, escribe a su vez el propio Heidegger en la célebre (quién sabe por qué motivo, desde luego no parece que se deba al creciente número de lecturas) Carta sobre el humanismo:


    En la actual precariedad del mundo es necesaria menos filosofía, pero una atención mucho mayor al pensar, menos literatura, pero mucho mayor cuidado de la letra.[2]


    Aún cabe hacerse una pregunta más: ¿por qué escribir? ¿Para qué? ¿Para quién? O tal vez escribir sea en sí mismo un previo preguntar, un dar rienda suelta a la palabra que, superados al fin condicionamientos estilísticos, cánones estéticos, criterios de mercado, soberbias, ambiciones y subterfugios varios, como también ese extendido amor por la catarsis que de tan vulgar se parece cada vez más a un estornudo, solamente pretenda llevar consigo a aquel lugar del que procede la llamada original y primigenia, una llamada que, lo queramos o no, nos compele a todos y sólo por ello hace a un texto digno de ser escrito, y lo honra no con la fama o con la posteridad, sino con la cercanía a la cosa misma a la que tanto se refiere Heidegger pero que quien tal vez más bellamente haya reclamado sea Hegel, protestando contra todo intento de pensar alejado de su centro:


    Pues, en lugar de ocuparse de la Cosa, este hacer está siempre más allá de ella; en lugar de demorarse en ella y dentro de ella olvidarse, este saber anda siempre detrás de otro, y más bien se queda en sí mismo que está en la cosa y se entrega a ella.[3]

    Y es ese entregarse el que debe primar en toda obra literaria que se precie, llámese si se prefiere compromiso, bien que desligado de toda connotación política, compromiso con la cosa misma, el asunto de que se trata, aquello que ostenta por antonomasia la máxima dignidad. Pero la indicación más acertada, a mi juicio, en referencia a la pregunta que debe hacerse un escritor antes de emprender una tarea que no es suya —pues no sólo no es de nadie sino que es tarea únicamente en la medida en que se es reclamado por ella, y es uno mismo el que termina por pertenecer a la tarea—, la ofreció a comienzos del pasado siglo el delicado Rainer Maria Rilke, en una de sus deliciosas Cartas a un joven poeta:



    Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Hay sólo un único medio. Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad: su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y un testimonio de ese impulso.[4]



    ¿Nos hacemos hoy, nosotros los escritores del siglo XXI, este planteamiento en toda su extensión y hasta sus últimas consecuencias? Yo me propongo comenzar por mí mismo, y hacerlo escribiendo, lo que no deja de ser una respuesta que por lo demás me di hace ya mucho tiempo, y acaso me fue dada desde el inicio, al que no temo regresar, pues en este mi regreso creo que a un tiempo indago y comparto lo que me ha sido dado indagar y compartir, sea con ello lo que haya de ser. —He escrito, ¿habéis leído? Aquí lo tenéis: juzgad.






[1] Georg Wilhelm Friedrich HEGEL, Filosofía del arte o Estética, Abada Ediciones / UAM Ediciones, Madrid, 2006, traducción de Domingo Hernández Sánchez.

[2] Martin HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Filosofía, Alianza Editorial, Madrid, 2009, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte.

[3] G.W.F. HEGEL, Fenomenología del espíritu, en Hegel I, Biblioteca de Grandes Pensadores, Editorial Gredos, Madrid, 2010, traducción y notas de Antonio Gómez Ramos. Edición bilingüe con notas extendidas del mismo traductor en G.W.F. HEGEL, Fenomenología del espíritu, Lecturas, serie Filosofía dirigida por Félix Duque, Universidad Autónoma de Madrid y Abada Editores, Madrid, 2010.

[4] Rainer Maria RILKE, Cartas a un joven poeta, Alianza Editorial, Madrid, 1984, traducción de José María Valverde.



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