ARTÍCULOS, 3
Por David Martínez Romero
Gustave CAILLEBOTTE, Los acuchilladores
Prólogo
III
Hace unas pocas semanas se produjo un animado debate
en un foro del que me siento afortunado miembro, en torno a la intención
programática de Albert Rivera, a la sazón presidente de Ciutadans-Partido de la
Ciudadanía —Ciudadanos, para los amigos—, de crear un Silicon Valley
en España. Albert Rivera parece destacarse como una de las nuevas y flamantes
figuras de la política española a menos de un año de las elecciones generales que
tendrán lugar en diciembre de 2015 (presumiblemente, dado que aún no han sido
oficialmente convocadas), y que como todo parece indicar supondrán el final del
bipartidismo en la democracia parlamentaria del Reino de España.[1]
Aún queda por demostrar si el final del bipartidismo traerá consigo una
erradicación de la corrupción, el caciquismo y el clientelismo que corroen la
sociedad española y que, en última instancia, suponen tanto aquí como en el
resto de las democracias occidentales (to each, his own)
el mayor impedimento contra la igualdad de oportunidades en la que se funda, o
pretende fundarse, la Democracia occidental de la Edad Actual. Y digo Actual
porque opino que la denominación Contemporánea ya no basta, como no bastó en su
día Edad Moderna muy a pesar de que sigamos inmersos en la misma modernidad que
es heredera de una Edad Media que parece no terminar nunca, acaso debido a una
incomprensión fundamental de la Antigüedad. Este asunto será, como veremos, uno
de nuestros temas principales. Y haciendo aún más fascinante para las masas el
interés por la lectura de estos artículos, añadiré que en todo caso constituyen
un primer, y conscientemente provisional, intento de acercamiento a una cultura
clásica, queriendo decir con ello una
cultura no imperativa (mal que le pese a mi
maestro), sino antes bien ya imperante en todo momento, sólo que de manera cada
vez más tenue, delgada, delicada, casi hasta llegar a la extenuación de la
presencia, en esta nuestra cultura tan ofensivamente vanidosa que ha llegado a presentarse
como la cultura en sí o, lo que es lo
mismo, la cultura de nada, la no-cultura, la ausencia de cultura por designio
de ley orgánica. Es prueba de ello el hecho de que un político aspirante a
convertirse en pieza clave de los destinos administrativos de España, no dude
en ondear su encomiable proyecto de crear en esta tierra un Valle del Silicio
paralelo, queriendo decir con ello, me figuro, que si gobierna sentará las
bases de una comunidad universitaria, científica, tecnológica y empresarial
capaz de equipararse a la que en los Estados Unidos de América ha dado, y
todavía está por dar, tan significativos frutos, acogiendo en su seno las
matrices de megacorporaciones como, sin ir más lejos, Google o Facebook. Pero
ante todo Silicon
Valley es un símbolo de la investigación tecnológica y el
desarrollo creativo aplicados al éxito empresarial cobijado, mimado e
incentivado por la inagotable actividad de las instituciones educativas y el
gobierno estadounidense, estandarizados en la universidad privada de Leland
Stanford Junior, merecidamente considerada como el rien ne va plus de la innovación científica aplicada con resultados
económicos contantes y sonantes… ¡y tan contantes, y tan sonantes!
Por otro lado, si en efecto la democracia ha llegado a
convertirse, como ya advirtiera Borges, en un abuso de la estadística, no debe
resultar demasiado extraño que todo (y el
todo) acabe reducido por defecto al mínimo común denominador. Era pues de esperar
que la política pretenda dirigir la opinión pública a través de tópicos,
superficialidades, eslóganes vacíos y promesas imposibles, como por ejemplo
crear un Silicon
Valley en España, pretensión cuya grandilocuencia no logra ocultar
la honda tragedia castiza (moderna, y por lo tanto melodramática) que esconden
tan rimbombantes palabras. No olvidemos que el tema que nos traemos entre
manos, y que aún habrá de probar si se trata de la cosa misma, es el saber. Sólo un idea sólidamente
prefijada de lo que es el saber puede dar lugar al surgimiento de un Silicon Valley, y concentrar en estas
palabras la emanación de los triunfantes efluvios del éxito, pues, como hemos
dicho, lo que ellas representan es la compenetración de la investigación
científica universitaria, tanto pública como privada, con el desarrollo
tecnológico audazmente aplicado al crecimiento empresarial, por medio de y
gracias al cual se logra un aumento de la riqueza de las naciones, la
integración de las sociedades y el bienestar de los individuos. Un mundo
maravilloso. Igualito que Alice in
Wonderland. Pero es precisamente esta confianza inusitada, casi fanática —comparable
a cualquier fanatismo religioso, pues al fin de una creencia irreflexiva se
trata— en el progreso tecnológico guiado por la ciencia hacia el paraíso de la
democracia liberal (esa misma democracia a la que más arriba he llamado marxista),
la que me pone los pelos de punta y hace que se me salten todas las alarmas. Y
si bien aún no ha llegado el momento de entrar de lleno en el cuestionamiento
de esta creencia (por lo demás ya
bastante cuestionada), sí es tiempo de comenzar a mostrarla como tal, acaso
preparando el camino para relacionarla directamente con esa más antigua y por
ello mismo más profunda creencia ilustrada en el desarrollo tan progresivo como
imparable de la humanidad, la cual no deja de recordar a aquel viejo camino de
redención del hombre hacia Dios, y el aún más ancestral combate esencial entre
el bien y el mal a cuyo último extremo tendrá lugar el Juicio que distinguirá a
los perversos de los piadosos, para que los unos ardan eternamente en el fuego
del infierno y los otros sean salvos en los cielos por siempre jamás. Amén. Sí:
la democracia es escatológica, y lo es porque no lo sabe o si lo sabe no le
importa y si le importa no sabe lo que es el saber y por lo tanto todo sigue
igual. Así pues: ¿qué es el saber?
¿Cómo saber lo que es el saber? ¿Y
qué tiene esto que ver con la posibilidad de fundar algo así como un Valle del
Silicio en España? ¿A qué viene tanta altisonancia?
Viene a que los españoles, o al menos los
españoles que hemos tenido o tenemos alguna relación con las universidades,
sabemos que, en primer lugar, un Silicon
Valley nunca hubiera sido posible sin una Stanford University, y que a su vez una Stanford University nunca hubiera sido siquiera soñada sin un
previo, largo, mastodóntico esfuerzo por coadyuvar energías en una sola y misma
dirección: asegurar las condiciones que hicieran posible una inagotable labor
de investigación científico-tecnológica cuyos avances y resultados gozaran de la
fluida y constante transferencia del conocimiento desde y hacia las
instituciones públicas y el ámbito privado capaz de aprovechar el conocimiento
generado para asegurar, en primer lugar, la primacía militar de la defensa de
los Estados Unidos, y en segundo lugar, el control y aprovechamiento de las
patentes resultantes para que el propio tejido empresarial estadounidense gozara
de un acceso privilegiado (y convenientemente controlado) a las aplicaciones
comerciales de ese conocimiento que, de nuevo, asegurasen su primacía económica
internacional. Entraríamos así de pleno en cuestiones de carácter histórico
cuyos puntos de inflexión se corresponderían con la Primera Guerra Mundial, el
crack de la bolsa de Nueva York de1929, la Segunda Guerra Mundial y la
subsiguiente Guerra Fría. Con la ya mentada caída del muro de Berlín, o
hundimiento del bloque soviético, tendríamos un nuevo hito a partir del que
situarnos en pos de la comprensión de los procesos que en la Historia Universal
Contemporánea han hecho posible una revolución científico-tecnológica como la
que todavía continuamos experimentando, y cuyas consecuencias, por aparentemente
ilimitadas en extensión e intensión, no pueden dejar de inquietarnos. De esta
revolución, tanto de su contenido como de la forma de la misma, se ha erigido a
la Universidad de Stanford como ejemplo y referencia, se ha hecho de Silicon Valley su punto de localización
geográfica, y se ha concretado en Internet el caso por excelencia de revolución
dentro de la revolución que muchos tienen ya por el hito absoluto de nuestra
época. Pues bien, la pregunta que insobornablemente nos acucia desde que
escucháramos por primera vez la propuesta de Albert Rivera no es otra sino
ésta: ¿es posible ya no crear, sino trasladar siquiera los principios rectores
simbolizados en Silicon Valley… a
España?
En el foro al que me referí al comienzo de
este artículo, la respuesta no sólo era generalizadamente negativa, sino que
además se arrojaban insidiosas sospechas sobre el afán populista ínsito en
semejante exabrupto, de manera que resultaba puesta en tela de juicio la
posibilidad misma de generar en España un sistema de transferencia del
conocimiento apto para dinamizar las relaciones
administración-investigación-empresa hasta el punto de propulsar casos de éxito
que llegaran a merecer siquiera el atrevimiento de la comparación. Por el
contrario, se advertía que la relación entre las universidades y las empresas
españolas resultaba ante todo problemática,
y la autoridad de las instituciones públicas para ofrecer soluciones resultaba
asimismo puesta en entredicho. O más bien se deja en entredicho ella sola, como
se evidencia en las recientes declaraciones del director de la Oficina
Económica de La Moncloa, según el cual se hace preciso “controlar los costes y
la inversión en I+D, ya que no es una opción rentable a corto plazo para
mejorar la relación calidad-precio”, aunque a continuación el mismo indicase
que sí se reconocía partidario de estas políticas a largo plazo. Lo que ocurre
es que estas políticas son por
definición a largo plazo, y únicamente su aplicación eficiente y continuada es
capaz dar resultados plausibles, de modo que si no se emprende nunca
decididamente, jamás llega a producir ningún tipo de resultado. Ahora bien, el
necesario carácter resumido y aun polémico de unos artículos no debe hacernos
caer en aseveraciones absolutas tan vanas como sus contrarias: no se trata de
que en España no haya en absoluto investigación, ni desarrollo, ni innovación;
sería imprudente afirmar que las universidades españolas son poco más que un
nido de burócratas enrocados en un mundo teórico tan dudoso como inasible sin
la menor relación con las instancias empresariales y financieras; resultaría de
todo extremo injusto denunciar la total ausencia de impulsos por parte de la
administración pública y las instituciones promovidas por el Estado. Más bien
se dan, de hecho, enormes esfuerzos por investigar, desarrollar e innovar, a
menudo desde las mismas instituciones educativas que pugnan por trasladar
conocimiento a la sociedad, sin duda gracias en buena medida a las medidas de
los diferentes gobiernos, ministerios y organismos públicos creados a tal
efecto. Pero ocurre que, sencillamente, estos esfuerzos chocan de manera
constante con la mala organización, la pésima coordinación y la desidia de los
mismos responsables de dinamizar estas relaciones, así como con la incapacidad
de la universidad por remover los numerosos obstáculos que ella misma se impone
en un escenario plagado de incontables actores con roles oscuros y duplicidades
inútiles que tiene por base una sociedad mayoritariamente indiferente y aun
hostil al desarrollo del saber, más de la mitad de la cual, recordemos,
pertenecía hace apenas 60 años al sector agrario. Profundizar en todas estas
cuestiones excedería con mucho la ambición de estos artículos, y hacerlo de
manera científica impondría una metodología que dista con mucho de la
estructura interna de mi forma de trabajar. Existen sin duda interesantísimos
estudios a los que se puede acceder con una conexión a Internet, a través de Google
y Wikipedia. Por otro lado, ponerse a buscar datos por doquiera para después
crear un amasijo de afirmaciones incontrastadas se ha convertido ya en un
deporte demasiado extendido como para que este amante de las minorías y de las
sutilezas se disponga alegremente a practicarlo. Ojalá, en todo caso, mis
reflexiones consigan animar a lo primero, y provocar una cierta contención en
lo segundo; porque el problema de antemano es, en mi opinión, que en España no
hay, no se ha conseguido crear un ambiente propicio para la generación y el
cuidado del conocimiento, tanto menos para su transferencia, y mi propia investigación
al respecto, acientífica y pretendidamente no profesionalista, como es lógico se
dirige directamente al corazón de una situación en la que tanto laten las
pasiones como las razones, y eso cuando logran latir al unísono, pues como ya escribiera
Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Y en España aún se
pone demasiado corazón y muy poca razón a cada asunto en cuestión, de manera
que, hasta que no recorramos el completo camino de la razón hacia sí misma, que
Hegel llamó via crucis o “camino de
la desesperación”, mientras no hagamos este esfuerzo supremo, jamás estaremos
en disposición de enfrentarnos al asunto esencial: cómo, si acaso fuera posible, convertirnos de una vez por todas en una
auténtica comunidad.
[1] En sentido
estricto, y como es notorio, bipartidismo como tal no lo ha habido jamás en la
reciente monarquía parlamentaria española, cuyo gobierno ha sido ya ejercido
por tres partidos diferentes. No obstante, 35 años de alternancia de dos
partidos en el poder pueden considerarse bipartidismo de facto, la responsable
del cual no es otra sino la ley electoral, creada entre otras cosas para
asegurar mayorías estables con la mirada puesta seguramente en parte en Italia,
en parte en Francia, cuyo bizco resultado ha sido en efecto un bipartidismo sui generis con gran peso específico de
los nacionalismos vasco y catalán, bipartidismo que ya no parece soportable y
que hace aguas por todas partes, debido no tanto a la aparición de nuevos
partidos con claras aspiraciones de gobierno, como Podemos o Ciudadanos, sino a
la gestión flagrantemente interesada, cuando no corrupta, de la cosa pública
por parte de los viejos partidos. Quizá una nueva ley electoral permitiera la
imposibilidad de mayorías absolutas y el concurso a las decisiones
gubernamentales de diversas organizaciones políticas que hayan de verse así
obligadas a pactar y dialogar, lo que representa una pérdida de poder a la que está
por ver si se encuentra dispuesta una clase política poco acostumbrada a
dialogar y a pactar efectivamente.
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