ARTÍCULOS, 2
Por David Martínez Romero
Rafael, La escuela de Atenas
Prólogo
II
Hay, al menos para mí, una sana comodidad en la libre
divagación en torno a lo universal. Otros dirán que abundando en generalidades
no se puede llegar nunca a buen puerto, que todas las generalizaciones son
injustas, y por lo tanto enemigas de lo concreto, de lo que se puede palpar, de
la realidad tangible del aquí y del ahora. Pero sucede que una vez comienza uno
a hablar, ya está generalizando, moviéndose única y exclusivamente en el
terreno de lo universal, cuyo reino es el lenguaje, y a Dios gracias. Pues sin
esta donación que llamamos lenguaje, o habla, o palabra, y que consiste, por de
pronto, en universalizar, no cabría
la menor posibilidad de hablar en general
ni concretamente de cosas tales como realidades, concreciones, aquís ni ahoras, todo ello generalizaciones absolutas sin las cuales aún
permaneceríamos vibrando en el magma de la inconsciencia ya no animal, sino
inorgánica. Pero quizá esta comodidad mía no sea más que una seducción y una
facilidad, habida cuenta de que ante mí yacen dos mil quinientos años de
filosofía a través de la cual el pensamiento ya ha producido las figuras sobre
las que descansa cómodamente mi propio pensar. Remito, sin más indicaciones por
el momento, a la Ciencia de la lógica
de Hegel y en concreto, por concretar, a la “Doctrina del concepto”, donde ya
se explicita y fluidifica exhaustivamente la relación entre lo singular, lo
particular y lo universal. Demos esto por sabido. Demos la historia entera por
efectivamente acontecida. ¿Qué tarea le queda aún hoy reservada al pensar?
Dilucidar la respuesta a esta pregunta supone el gran reto de la obra entera de
Martin Heidegger, y más que el responderla inmediatamente, yo siento como
propia la tarea de recordar que ésta es aún una tarea, un derecho y una obligación de todo ser humano que perciba
su propia humanidad como un camino o un puente o un continuar lo que de todas
formas ha de continuar, quién sabe hacia dónde, o hasta cuándo. He aquí lo fatal, en palabras de Rubén Darío: no
saber adónde vamos, ni de dónde venimos… Pero, ¿es tarea de la filosofía dar
respuesta precisamente a estas
preguntas? ¿Son verdaderamente preguntas? ¿O lo fatal es no saber que ni son
preguntas, ni conducen necesariamente a respuestas, y sobre todo ignorar que el
saber no es una fórmula o panacea para la satisfacción inmediata de ansiedades que, antes de nada, habría que comprobar de
qué tratan, en qué consisten, por qué pulsan? Y así, entiendo que el descenso a
la particularidad no representa una indignidad sino un comienzo, precisamente el
lugar por el que he de comenzar para proseguir con mi trabajo, con mi esfuerzo,
con mi literatura. La primera
reacción instintiva me lleva a disculparme ante la posteridad, lo que demuestra
hasta qué punto yo mismo caigo en eso que pretendo esquivar,[1] y
sin embargo alcanzo a preguntarme: pero… ¿qué posteridad? ¿En qué demonios
estoy pensando? No en vano el primer artículo de este libro habrá de comenzar
con una petición de excusas, y la consiguiente reflexión en torno a lo que ello
implica. Mas en un prólogo no es lo que
toca, y menos cuando, transgrediendo una excelsa tradición, el prólogo está
escrito ante de la finalización del logos, del discurso central, del libro. Lo
que toca, como tocan las campanas en la extensión campestre de los recogidos
pueblos ante la llamada eclesiástica de la torre elevada (suena el tiempo) es
provocar un estado de ánimo, avezar los sentidos en alerta, llamar a lo que
llama, y ante todo ponerse a la escucha, también y desde luego yo mismo.
Era mi intención pasar ahora a relatar las
contingencias varias de mi situación en este mi lugar y en este mi momento:
Madrid, día 12 de mayo de 2015 de la era cristiana. Pero creo que en el fondo
no es necesario porque ya están contenidas en el texto, y muchas cosas que no
digo, están mejor no dichas: queden pues en el silencio. Lo que me importa es
retomar la reflexión sobre el saber, el gran tema del idealismo según Félix
Duque, sobre quien tendré oportunidad de hablar y al que citaré largo y tendido.
Nuestra época parece venir caracterizada por la espectacularidad de los
desarrollos tecnológicos, la primacía de la ciencia, la expansión incontenible
de la democracia liberal europeo-occidental, y los conflictos que esta
expansión genera con y contra el resto del planeta. Desde la ostentación de la
más obscena de las riquezas hasta la extensión inusitada de la más abismal de
las miserias, las sociedades humanas pugnan por convertirse en una sola
sociedad, y por el camino dan muestras inequívocas de estar arrasando con esa
parte de la naturaleza que se ha dado en llamar ecosistema, y que no sólo
afecta a los seres humanos sino a los animales y a las plantas y a la geografía
misma de un planeta que se encuentra a uno, a dos pasos de verse superado en el
camino hacia la conquista de otros planetas. Entretanto, el mismo progreso
tecnológico que tantas y tan maravillosas oportunidades nos brinda, resulta que
tiende a hacer de todo lo que se encuentra a su paso una mera cosa, incluyendo a plantas, animales y
seres humanos, no digamos ya naturalezas inorgánicas. Y esta contradicción
reaviva las ascuas de una escisión que viene intentando ser solventada desde
los inicios mismos de la Modernidad, formalmente fechada con el cartesianismo (no
una guerra, ni una batalla, ni un descubrimiento, sino una doctrina filosófica).
Esta escisión, sentida como un desgarro, como una fuente de dolor, puede fundar
la desesperación que conocemos con el nombre de nihilismo, o justificar el optimismo que vulgarmente se conoce como
progreso, pero cuya esencia es dialéctica hasta el tuétano, y que consiste en
la superación de la contradicción para llegar cada vez a un nivel más alto que
cancela y supera integrando (Aufhebung)
los niveles anteriores. El esquema ha sido repetido hasta la saciedad:
tesis-antítesis-síntesis. Atribuido por lo demás a Hegel, el caso es que éste
jamás (hasta donde mi conocimiento alcanza) utilizó expresamente este esquema,
y en determinadas escuelas se ha llegado a convertir en una compulsión
irrefrenable, como por ejemplo la escuela marxista o del socialismo científico, a la que se tiene por un
enemigo batido definitivamente en el año 1989, cuando sucede que las
socialdemocracias son y siguen siendo marxistas y científicamente socialistas
en su esencia hasta tal punto que ni siquiera se percatan de ello. Pero dejemos
esto para otro momento. Hablábamos ahora del saber: los alemanes tienen para él
una palabra, Wissen,
que viene introducida etimológicamente en la correspondiente palabra para
«ciencia», Wissenschaft,
el «asidero del saber», aquello que hace que el saber sea efectivamente saber,
su fundamento, su esencia. Puede dar la impresión de que son términos demasiado
metafísicos, vagos, traídos por los pelos… pero es justamente esto lo que
llamamos ciencia hoy en día, la base del saber, lo que proporciona saber, lo
alienta y justifica. ¿Cuántas veces, incluso en la más vulgar de las
conversaciones, no habremos oído la expresión “la ciencia dice” o incluso
“dicen los científicos que…”? Pues si ellos lo dicen, entonces es verdad, es cierto. Y ante esto no cabe objeción
posible a no ser que proceda de un científico, y mucho mejor si el científico
viene refrendado como tal por los medios de comunicación. Últimamente basta, de
hecho, con ser considerado experto. Y así llegamos a la relación que une saber,
ciencia, certeza y verdad. Dado que nosotros hemos llegado a ella a partiendo
de una primera aproximación al saber, mantengámonos en él, observando como
aparecen las demás integrantes de esta relación en mutua referencia a sí mismas
y al resto.
Lo que se sabe, si se sabe científicamente,
es cierto, y por lo tanto es verdad, y además es verdad que uno lo sabe y sabe
que está en lo cierto. Y sin embargo, los científicos, lejos de estar de
acuerdo en todo y de dedicar su tiempo a darse palmaditas en la espalda los
unos a los otros, más bien se encuentran en un desacuerdo constante,
precisamente gracias a aquello en lo que están de acuerdo, y así nacen, crecen,
se reproducen y mueren las teorías,
las hipótesis, los planteamientos, los experimentos. Más aún, los fundamentos
mismos de las ciencias hace ya más de cien años que se encuentran en crisis
permanente, y de esta crisis resulta una explosión de hallazgos tecnológicos
que, agudizados primero por el antagonismo de los grandes bloques capitalista y
socialista, y finalmente disparados por el afán capitalista de investigación,
desarrollo e innovación… alcanzan, afectan y condicionan la existencia de todos
y cada uno de los habitantes del planeta y casi podríamos decir que del planeta
mismo. Parece pues que el saber, elevado a ciencia, posee un poder extraordinario,
quizá el poder absoluto, que Hegel adjudicara al entendimiento (algo así como un saber que aún no sabe en qué
consiste lo que sabe), y por lo tanto no creo resulte arbitrario ni baladí el
retornar a la reflexión sobre la esencia del mismo, o si se prefiere al sentido
último y primero que tiene el saber como saber, y en qué consiste, de qué va,
de qué trata, si es que tenemos aún algún deseo de llegar a saber lo que es la
cosa misma.
De este modo arribo a esa particularidad de
la que espero extraer un mínimo hálito de universalidad y por consiguiente
hacerla extensible a todo lugar y a todo momento. ¿Qué ocurre con el saber en
España? ¿Es un caso ejemplar? Si lo es, ¿lo es por excelencia, o por defecto?
Se trata del país considerado número trece en la lista de los países más ricos
del mundo: ¿cómo ha conseguido hallarse en esta posición privilegiada? ¿Viven y
comparten los españoles este privilegio? ¿Qué papel juegan la ciencia y la
tecnología en el desarrollo de España? ¿Cuál ha sido la labor de los sucesivos
gobiernos españoles de la democracia, es decir, desde 1979, raspándole un par
de días al año 1978? ¿Representa el progreso del saber una prioridad en el
desarrollo de las políticas gubernamentales? ¿Saben los políticos españoles lo
que es el saber? ¿Lo sabemos los
españoles? ¿Rigen las universidades españolas como cuidado y salvaguarda del
desarrollo del saber y de la ciencia? ¿Es lo mismo saber y ciencia? ¿Qué pasa con todo esto, y por qué pasa?
[1] La referencia, inevitable
en este caso, pues me acompaña desde mi más tierna adolescencia, es Jean de la
Fontaine: “Con frecuencia nos topamos con nuestro destino justamente por las
veredas que escogemos para tratar de eludirlo”.
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